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  • Foto del escritorCarlos Barrera Reyes

Mariposas de obsidiana "El huipil como metáfora de sanación"​​

Actualizado: 5 ene

Por Carlos Barrera Reyes


En 2007 acepté la invitación de Trueque y Adivac, para participar en el proyecto Primera ocupación experimento sobre creatividad y violencia, lo que me llevó a impartir, durante varios meses, un taller de corte didáctico a cuatro mujeres de diferentes edades, que habían sufrido violencia sexual y se hacían llamar “mariposas”.


Durante el taller, a veces pintábamos, otras teñíamos o leíamos textos que nos interesaban o nos llamaban la atención. Leticia Arroyo, que en ese momento era mi profesora en la Academia de San Carlos, me recomendó revisar el poema de Octavio Paz, Mariposa de obsidiana; el libro El caracol púrpura, coordinado por la maestra Marta Turok; y en particular Presencia Maya, libro del antropólogo Walter F. Morris, así como su investigación sobre las mariposas en la iconografía de los textiles mayas, principalmente la que abordaba los huipiles ceremoniales que son realizados por tejedoras en Los Altos de Chiapas. Aún recuerdo mi fascinación por ese nuevo mundo de brocados y signos, del cual no me había percatado antes. Las “mariposas” compartieron mi entusiasmo y el 24 de noviembre de 2007, en el Día internacional de la no violencia contra las mujeres y las niñas, presentamos un performance en la Alameda Central de la Ciudad de México.


Participantes del taller, familiares, amigas, artistas y público en general, portaron huipiles teñidos con tintes naturales y realizaron una caminata a paso lento y en silencio, algunas veces con pasos fuertes, a veces arrastrando los pies. Resultó una acción poética y contundente, donde la reflexión acerca de la violencia y la reconciliación entre familias fueron algunos de los objetivos planteados.


Poema "Mariposa de Obsidiana"

Octavio Paz

Mataron a mis hermanos, a mis hijos, a mis tíos. A la orilla del lago Texcoco me eché a llorar. Del Peñon subían remolinos de salitre. Me cogieron suavemente y me depositaron en el atrio de la Catedral. Me hice tan pequeña y tan gris que muchos me confundieron con un montoncito de polvo. Sí, yo misma, la madre del pedernal y de la estrella, yo, encinta del rayo, soy ahora la pluma azul que abandona el pájaro en la zarza. Bailaba, los pechos en alto y girando, girando, girando hasta quedarme quieta; entonces empezaba a echar hojas, flores, frutos. En mi vientre latía el águila. Yo era la montaña que engendra cuando sueña, la casa del fuego, la olla primordial donde el hombre se cuece y se hace hombre. En la noche de las palabras degolladas mis hermanas y yo, cogidas de la mano, saltamos y cantamos alrededor de la única torre en pie del alfabeto arrasado. Aún recuerdo mis canciones:


Canta en la verde espesura

la luz de garganta dorada,

la luz, la luz decapitada.

Nos dijeron: la vereda derecha nunca conduce al invierno. Y ahora las manos me tiemblan, las palabras me cuelgan de la boca. Dame una sillita y un poco de sol.


En otros tiempos cada hora nacía de vaho de mi aliento, bailaba un instante sobre la punta de mi puñal y desaparecía por la puerta resplandeciente de mi espejito. Y yo era el mediodía tatuado y la noche desnuda, el pequeño insecto de jade que canta entre las yerbas del amanecer y el zenzontle de barro que convoca a los muertos. Me bañaba en la cascada solar, me bañaba en mí misma, anegada en mi propio resplandor. Yo era el pedernal que rasga la cerrazón nocturna y abre las puertas del chubasco. En el cielo del Sur planté jardines de fuego, jardines de sangre. Sus ramas de coral todavía rozan la frente de los enamorados. Allá el amor es el encuentro en mitad del espacio de dos aerolitos y no esa obstinación de piedras frotándose para arrancarse un beso que chisporrea.


Cada noche es un párpado que no acaban de atravesar las espinas. Y el día no acaba nunca, no acaba nunca de contarse a si mismo, roto de monedas de cobre. Estoy cansada de tantas cuentas de piedra desparramadas en el polvo. Estoy cansada de este solitario tronco. Dichoso el alacrán madre, que devora a sus hijos. Dichosa la araña. Dichosa la serpiente, que muda de camisa. Dichosa el agua que se bebe a sí misma. ¿Cuándo acabarán de devorarme estas imágenes? ¿Cuándo acabaré de caer en esos ojos desiertos?

Estoy sola y caída, grano de maíz desprendido de la mazorca del tiempo. Siémbrame entre los fusilados. Naceré del ojo del capitán. Lluéveme, asoléame. Mi cuerpo arado por el tuyo ha de volverse un campo donde se siembra uno y se cosechan ciento. Espérame al otro lado del año: me encontrarás como un relámpago tendido a la orilla del otoño. Toca mis pechos de yerba. Besa mi vientre, piedra de sacrificios. En mi ombligo el remolino se aquieta: yo soy el centro fijo que mueve la danza. Arde, cae en mí: soy la fosa de cal viva que cura los huesos de su pesadumbre. Muere en mis labios. Nace en mis ojos. De mi cuerpo brotan imágenes: bebe en esas aguas y recuerda lo que olvidaste al nacer. Soy la herida que no cicatriza, la pequeña piedra solar: si me rozas, el mundo se incendia.

Toma mi collar de lágrimas. Te espero en ese lado del tiempo en donde la luz inaugura un reinado dichoso: el pacto de los gemelos enemigos, del agua que escapa entre los dedos de hielo, petrificado como un rey en su orgullo. Allí abrirás mi cuerpo en dos, para leer las letras de tu destino.


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